También llamada el problema del mal, fue planteada por este filósofo griego que vivió en el siglo VI a. c. Plantea el problema que resulta al considerar la compatibilidad entre la presencia del mal y del sufrimiento en el mundo, con la existencia de un Dios omnisciente, omnipresente, omnipotente y omnibenevolente o todo benevolente. Epicuro, cuyo nombre significa joven guerrero, planteó:
¿Es que Dios quiere prevenir el mal, pero no es capaz? Entonces no es omnipotente. ¿Es capaz, pero no desea hacerlo? Entonces es malévolo. ¿Es capaz y desea hacerlo? ¿De dónde surge entonces el mal? ¿Es que no es capaz ni desea hacerlo? Entonces, ¿por qué llamarlo Dios?
El argumento del mal que, a primera vista parece muy lógico y sensato afirma que, debido a la existencia del mal, o Dios no existe o no tiene alguna de las propiedades mencionadas.
Pues bien, muchos seguramente, en algún momento de nuestras vidas, hemos pensado igual o de forma similar y, creo que ello corresponde al hecho de no conocer bien a Dios, primero, porque él es incomprensible en gran manera y nuestras mentes finitas no alcanzarían a comprender sus pensamientos y propósitos para con el hombre (Isaías 55:8-9) y, en segundo lugar, por cuanto, habiéndose dado a conocer, primero por la ley y los profetas, ahora por su hijo, como lo dice el autor de Hebreos, no quisimos hacerlo o tardamos en hacerlo (Jun 1:11; 10:25-26) o simplemente recibimos lo que, a nuestra conveniencia, nos parece bien de él.

Muchos han intentado argumentar lo contrario bajo lo que la metafísica llama teodicea que se ocupa de la existencia de Dios y de sus atributos e intenta ofrecer pruebas “razonadas” de ambas cosas, pero, con suma humildad y concreción, insisto en que la respuesta al eterno problema de entender la existencia del mal, frente a un Dios omnisciente, omnipresente y omnipotente, y sobre todo, bueno en gran manera, se encuentra en la cruz. El Señor no solo es capaz, poderoso y omnipresente, lo cual nadie puede dudar, sino sabio, amoroso e intencional, es un Dios personal y trata con cada persona, de manera individual, transformando al mundo, uno a uno. De tal manera nos amó que, entregó a su único hijo, quien venció al mal para perdonarnos y librarnos de ese poder, cubriéndonos con un nuevo pacto bajo sangre. “No envió Dios a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él” (Juan 3:17).
Ahora bien, alguien dirá, pero ¿cómo, si creo en Jesús como mi salvador y le he entregado mí vida, aún el mal permanece en mí? Pablo sentencia: “Ya no vivo yo, más vive Cristo en mí” (Gal 2:20). “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús. (Fil 3:12-14). Lo tenía claro el apóstol: “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” Ef 4:13.